Definir
es errar. Desde el momento en que intentamos referirnos a algo y
explicarlo, erramos. Movidos por nuestro afán de sentar cátedra y
zanjar la cuestión, tendemos a las burdas generalizaciones y a los
sonoros estrambotes, que en Historia podríamos llamar
“definiciones homéricas”, pues dignas de grandes epopeyas son
las hazañas de los “jerarcas reformadores” y de los “humildes
revolucionarios” que, según la historiografía tradicional y
romántica, se han sucedido a lo largo de la Historia. Así ha
llegado hasta nuestro oídos el término Revolución Industrial.
La
palabra “revolución” significa (cito directamente el diccionario
de la RAE): “cambio violento de las instituciones políticas,
económicas o sociales de una nación” o “cambio rápido y
profundo de cualquier cosa”. Los ojos profanos, guiados por un
machacón discurso superficial y simplificador, ven la Revolución
Industrial como un periodo donde proliferaron mentes preclaras e
individuos dotados de un ingenio desbordante que condujeron a la
Humanidad hacia un desarrollo tecnológico sin precedente. Y por
encima de todos estos prebostes de la técnica, un héroe: James
Watt.
Sin
embargo, la Revolución Industrial no es James Watt ni empezó en la
bisagra entre los siglos XVII y XVIII, sino que tiene su origen en un
héroe anónimo que vivió en el IV milenio a. C. Sí, el inventor de
la rueda. Estas dos últimas líneas pueden resultar provocadoras a
quienes están anquilosados en una Historia contada por edades y
siglos, pero el escándalo no es mi objetivo, en parte, porque este
escrito, que no es más que un tumultuoso bosquejo de reflexiones, no
será leído por muchas personas. Si miramos con profundidad, veremos
que todo invento, por ingenioso y rompedor que parezca, no es más
que una actualización de inventos anteriores causada por las nuevas
necesidades de la población.
Igual
que el Cristianismo no habría sido posible sin el Judaísmo ni el
Platonismo, la máquina de vapor no habría sido inventada si James
Watt no hubiera recogido el acerbo técnico acumulado por la
Humanidad durante siglos y siglos. De hecho, él no fue el primero en
idear la máquina de vapor: antes, Newcomen, Savery y Papin habían
sentado sólidas bases (e incluso, algo más) para que Watt se
convirtiera en el “héroe de la Revolución Industrial”.
Curiosamente, el ingenioso inglés “inventó” su máquina cuando
estaba reparando un ejemplar de la ideada por Newcomen.
El
párrafo anterior explica la primera parte de mi enunciación, la
referida a la actualización de inventos anteriores. Ahora, veamos la
segunda mitad: las nuevas necesidades de la población. Es de sobra
conocido que la Edad Moderna asistió a un crecimiento demográfico
sin parangón en los siglos anteriores: en 1500 en Europa vivían 80
millones de personas, en 1800 el Viejo Continente contaba ya con 175.
Sólo en tres siglos el número de habitantes en Europa había
crecido lo mismo que en toda su historia anterior.
Las
pequeñas ciudades del Neolítico, con unas centenas de personas, al
principio no necesitaban de la escritura para organizarse y su
burocracia y aperos eran sencillos. Cuando la población, gracias al
progresivo desarrollo -inventos mediante- de la agricultura, fue
creciendo, las sociedades empezaron a requerir nuevas formas de
organización y nuevos medios para aumentar la productividad
económica. Entonces, en un sistema retroalimentado de desarrollo
técnico y aumento poblacional, los inventos empezaron a
multiplicarse como consecuencia de avances anteriores (por ejemplo,
nuevas formas de cultivo o de transporte). Así, con un crecimiento
no lineal, sino exponencial, crecieron ciudades y surgieron imperios.
Y hoy en día nos parece muy anticuado el uso de caballos en la
guerra, cuando éstos fueron empleados hasta la Primera Guerra
Mundial. Esta sensación de extrañamiento se explica por el antes
citado crecimiento exponencial: el ritmo vertiginoso del avance
técnico durante el siglo XX nos ha nublado la vista y nos ha
impedido ver que los tanques no son más que una actualización de
los coches y éstos, a su vez, de los vehículos de tracción equina.
Y los carros tirados por caballos no son más que unas cuantas ruedas
giradas por fuerza animal: puro Neolítico.
La
sucesión de inventos y el crecimiento poblacional son incrementos
exponenciales que estallan en el siglo XVIII como consecuencia del
acumulado anterior, sin el cual nunca hubieran sido posible. Si aquel
“héroe anónimo” no hubiese ideado la rueda como ayuda al
transporte, los inventos surgidos de ésta no habrían existido o
habrían tardado más en parecer: hasta que las necesidades de la
población los hubieran forzado. Por lo tanto, la Revolución
Industrial no es más que el resultado de juntar varios milenios de
progresivos avances técnicos con un crecimiento poblacional nunca
visto. Es decir, la supuesta revolución no fue más que una parte
del continuus exponencial que es la Historia.
Muy interesante la reivindicación y totalmente cierta. Sin embargo, dentro de la defendida línea exponencial de los inventos me gustaría hablar matizándola. Desde una perspectiva actual es evidente el peso de la gráfica. Es más, es completamente lógica. Aun así, la historia - y esto es lo más bonito de esta carrera desde mi punto de vista - cuestiona a través de ciertas etapas esta idea tan arraigada. La Edad Media sería la primera idea que viene a la cabeza. Esta etapa aparentemente estéril podrían considerarse los inicios de una técnica que se retoma de la Antigüedad, una Antigüedad que por las diferencias entre desarrollo y aplicación caracterizadas por griegos y romanos vuelve a cuestionarlo. No obstante, más allá de todo esto, nuestra la línea histórica que se dibuja se divide de nuevo en la Edad Media puesto que si bien aparecen nuevas técnicas y un mayor desarrollo urbano que son paralelos. Las grandes catástrofes del siglo XIV separan unas gráficas que cuadraban realmente bien. A partir de la industrialización parece que vuelven a acompasar. La cuestión es, después de todos los matices que se pueden ver en este rápido y vago comentario, al que le podrían acompañar otros más elaborados, ¿podemos de verdad confiar en las matemáticas de la historia? Se plantea entonces sí entre estos matices y líneas descompasadas aparecen los "héroes", que desde luego no parten de la nada, y la historia se muestra más caprichosa, más compleja y más nuestra, de los que tratamos de entenderla y situarnos como individuos dentro de ella.
ResponderEliminarInteresante debate, sin duda. Muy bien.
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