La legislación española
desarrollada para el control de las comunicaciones y contactos con América tuvo
una clara orientación anti extranjera debido a la consideración de las Indias
como terreno exclusivo para los súbditos de la Corona española, por derecho de
conquista, tal y como se vino expresando en el testamento de la reina Isabel:
“que el
trato e provecho dellas se haya, e trate e negocie de estos mis Reynos de
Castilla, e de León e en ellos e a ellos venga todo lo que de allá se traxiere”.
De esta manera, hasta
1765, y sobre todo 1778, se mantuvo en términos generales la exclusividad de
los dos puertos de la Andalucía occidental, Sevilla primero y Cádiz después, en
los contactos mercantiles de España con el Nuevo Mundo. Las excepciones se
introdujeron en el siglo XVIII y consistieron en la concesión de ciertos
monopolios a determinadas compañías privilegiadas, como Caracas, Barcelona y La
Habana, y puertos como el de La Coruña. Al margen de ellas, todos los súbditos
de la Corona, castellanos o no, debían realizar sus operaciones mercantiles y
viajar a América a través de los puertos andaluces señalados anteriormente.
No obstante, fue
necesario permitir el acceso extranjero a los espacios y mercados americanos,
bajo una serie de garantías, debido a cuatro motivos principales. En primer
lugar, por la cantidad y variedad de recursos humanos y materiales que los
castellanos no podían cubrir por sí solos; en segundo lugar, por la necesidad
del erario real; en tercer lugar, por la hispanización de algunos comerciantes
de origen foráneo, y, por último, debido a los tratados y acuerdos que los
Habsburgo y los Borbones subscribieron con los príncipes europeos a lo largo de
la época moderna.
La participación
extranjera en el comercio se hizo de manera legal, sirviéndose de licencias
concedidas por el monarca y, sobre todo, de forma ilegal a través de españoles.
Con todo, a aquellos
que desearan pasar a las Indias o comerciar con ellas, la ley les exigía un
buen número de documentos burocráticos y una serie de requisitos, de los
cuales, algunos se pasaban por alto desarrollándose actividades engañosas en la
Administración. Se conoce que la Carrera de Indias fue un mundo fraudulento en
el que estas actividades eran denunciadas únicamente por parte de quienes se
sentían negativamente afectados en un momento.
Respecto a los
requisitos, aunque fuesen extranjeros debían probar que no eran meros
transeúntes demostrando su vecindad, teniendo que llevar resididos en el país
no menos de diez años. Además, debían profesar la religión católica.
La presencia de
colonias de foráneos fue una constante en los puertos mercantiles europeos
durante el periodo moderno, incluso en aquellos con una balanza comercial más
favorable. La diferencia con respecto al caso español se encuentra no en el
número de extranjeros en relación con la población autóctona si no en el
protagonismo de esos extranjeros en la economía hispana y en la Carrera de
Indias. Es por ello y no por sentimientos xenófobos que hasta bien entrado el
siglo XVIII la actitud de los arbitristas y observadores económicos fuese
contraria a la presencia de extranjeros entre nosotros, de manera general. Rara
vez se percibía con nitidez que esta presencia no era la causa de la debilidad
española, sino el síntoma de sus deficiencias en el ámbito político y
socio-económico.
Es importante atender a
que este discurso se convierte en el “oficial” hasta los cambios que se
producen en la segunda mitad del XVIII y principios del XIX, un discurso sin
sentido ya que la presencia extranjera era completamente necesaria para el
desarrollo económico de la monarquía hispánica: la metrópoli española no era
capaz de cubrir por sí misma la demanda de los mercados americanos, sobre todo
en lo referente a mercancías de alto valor de cambio (siendo fundamentales los
textiles y sus afines), y también escaseaban los capitales necesarios para los
créditos que exigía un comercio de riesgo, de forma que ambas situaciones
únicamente fueron resueltas gracias a la presencia de extranjeros, sobre todo
comerciantes y colaboradores, en la cabecera del monopolio y sus antepuertos.
En cuanto a la forma en
la que se desarrolló el fenómeno que venimos explicando, el sistema
monopolístico no permitía a los naturales el acceso directo a las Indias, como
ya hemos comentado, sino que debían utilizar los puertos de Sevilla y Cádiz, a
excepción de algunas compañías privilegiadas autorizadas a lo largo del XVIII.
Por su parte, los extranjeros se encontraban con el mismo problema más el
añadido de que no podían formar parte tampoco de la Carrera de Indias por ley,
de manera que el recurso a los hispanos era prácticamente obligado.
Éstos no solo gozaban
de autorización legal sino que, aprovechando su empleo en la Carrera, podían
servir como prestanombres a los extranjeros en las diferentes actividades
mercantiles. Sus servicios se podían obtener o por mediación del comerciante o
compañía foráneos asentados -de forma estable o temporal- en la cabecera del
monopolio o sus antepuertos; o por correspondencia directa con comerciantes y/o
manufactureros residentes en el extranjero. Nunca recurriendo a los “metedores”
para colocar mercancías de barco a barco, ya que esta opción era aún todavía
más ilegal.
De esta manera, la
colaboración entre españoles y extranjeros era prácticamente imprescindible
desde las condiciones establecidas previamente por el sistema de monopolio. Por
ello se mantuvo, con intensidad variable, a lo largo de toda la historia de la
Carrera de Indias: los españoles podían obtener una participación en el negocio
y beneficiarse de ella, cumpliendo con la misión que la Corona les había encargado,
vendiendo sus propias mercancías o las de terceros, invirtiendo a riesgo sus
propios caudales o los de otros. A su vez, los extranjeros obtenían un mercado
para sacar sus manufacturas e inversiones, consiguiendo como compensación una
parte de los metales preciosos americanos, indispensables en las transacciones
comerciales y muy preciados en sus economías.
El problema para los
españoles se agudizó con los denominados jenízaros, los hijos o nietos de
extranjeros, que habían nacido en España y podían, por tanto, negociar con las
Indias en igualdad de condiciones que los naturales en razón de la Real
Cédula de agosto de 1620 según la cual cualquiera hijo de Estrangero nacido en
España, es verdaderamente originario y natural de ella. Eso sí, debían permanecer para siempre en el
vassallage de V.M. separados de el de su Príncipe, del cuerpo de su Nación, y
consulado, que residen en todos los puertos. Esta ley planteaba un serio
problema de competitividad en el comercio en el sentido de la mediación: los
comerciantes y casas de comercio extranjeras preferirían tratar con los
jenízaros ya que éstos contaban con el crédito de la confianza, al compartir
lazos no solo afectivos sino también materiales con los países de sus
predecesores.
Por los datos que se
conocen, el problema de los jenízaros implicaba básicamente a Cádiz, ya que en
torno al 61% de los que habían solicitado la habilitación para el comercio en
la primera mitad del siglo XVIII habían nacido en la Bahía, en su mayoría en Cádiz.
La inserción en las
redes y finanzas comerciales de los jenízaros y su buen conocimiento del medio,
hacían de ellos unos grandes competidores para los castellanos que, en el
momento en el que se vieran sin las trabas con las que se encontraron sus antepasados,
también intentarían penetrar en la Carrera de Indias.
BUSTOS
RODRÍGUEZ, Manuel “Comerciantes españoles y extranjeros en la Carrera de
Indias: la crisis del siglo XVIII y el papel de las instituciones”, en Burgueses o ciudadanos en la España moderna
ARANDA PÉREZ, Francisco José (coord.), Colección Humanidades nº 75, Universidad
de Castilla-La Mancha, Cuenca (2003)
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