Ser ciudadano en el siglo XVII
estaba condicionado por la pertenencia social a determinados círculos con unas
características y criterios de respetabilidad muy claros. Podríamos hablar
sobre la nobleza, los comerciantes, los empresarios o los miembros de
determinaos gremios, sin embargo, el tema que propongo aquí trata sobre el
escalafón contrario.
En el extremo más bajo de la
sociedad encontramos a los sectores desdeñados. Desde criminales, prostitutas,
desertores, hasta mutilados o mendigos que eran víctimas de la discriminación,
el rechazo y el desarraigo en la mayoría de las ciudades. En definitiva pobres
que se movían constantemente, de unas ciudades a otras, siendo muchas veces
arrestados por cometer diversos delitos o por holgazanería motivados por las
graves crisis debidas a la escasez de alimentos que sufría Europa y las fuertes
subidas de precios.
El cristiano tenía para con el
pobre una responsabilidad ineludible y por tanto debía atenderlo en situaciones
de verdadera necesidad. Las donaciones y obras de caridad fueron las formas
principales de ayuda. Para los cristianos protestantes, atender a las
necesidades del pobre era una responsabilidad moral, por eso proporcionaba
ayuda práctica, mientras que para los católicos la caridad era una forma de salvación
para su alma y por eso fueron fieles a la ferviente tradición de otorgar
limosna a los pobres mendicantes. En lo que sí coincidían era en que el pobre
incapaz merecía un tratamiento más indulgente que el pobre indigno, que era
considerado capaz para realizar un trabajo y no lo hacía por holgazanería.
Algunos contemporáneos
escribieron sobre la necesidad de ingresar a los pobres de solemnidad en casas
de caridad o hospitales, diferenciándolos con alguna marca y favoreciendo a
mujeres y niños para que no cayeran en la prostitución o la delincuencia.
También escribieron sobre la necesidad de mandar a los forasteros a sus casas
de parroquia, para ayudar con la beneficencia únicamente a los pobres
residentes, y sobre el propósito de eliminar a los ladrones de las calles.
La caridad privada y la ayuda
institucional desarrollada por órdenes religiosas desempeñaron una importante
labor de tradición muy arraigada en los países católicos mediterráneos, labor
que estaba por encima en muchas ocasiones de la actuación del estado en el mimo
ámbito. En España sin ir más lejos, a pesar de que autores como Juan de Mariana
reconocían la conveniencia de una intervención directa del Estado en la
asistencia a los pobres, se hizo bastante poco a lo largo del siglo XVII. Fue
ya en la segunda mitad del XVIII cuando se establecieron en Madrid casas
públicas para los pobres.
El poder de algunas órdenes
religiosas, los recursos y las masivas limosnas de la Iglesia y el desarrollo
de la caridad corporativa, hizo que quedara poco campo para la iniciativas
públicas.
Al no disponer de datos y
conocimientos concretos sobre las causas económicas y sociales que causaban el
desempleo, no es raro que benefactores y donantes aceptasen y reforzasen el
énfasis puesto en la ayuda al pobre de solemnidad, sobre todo mujeres y niños,
mientras que el resto, los sanos que estaban solamente sin trabajo, tendrían
suerte si lograban obtener una asistencia más importante que la que pudiesen
sacar con la mendicidad o por otros medios.
MUNCK, T., La Europa del siglo XVII. 1598-1700, Madrid, Akal, 1994.
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