lunes, 24 de noviembre de 2014

EL ELEMENTO EXTRANJERO EN EL COMERCIO CASTELLANO DE LA EDAD MODERNA (I): SU NECESIDAD


La legislación española desarrollada para el control de las comunicaciones y contactos con América tuvo una clara orientación anti extranjera debido a la consideración de las Indias como terreno exclusivo para los súbditos de la Corona española, por derecho de conquista, tal y como se vino expresando en el testamento de la reina Isabel: 

 “que el trato e provecho dellas se haya, e trate e negocie de estos mis Reynos de Castilla, e de León e en ellos e a ellos venga todo lo que de allá se traxiere”.

De esta manera, hasta 1765, y sobre todo 1778, se mantuvo en términos generales la exclusividad de los dos puertos de la Andalucía occidental, Sevilla primero y Cádiz después, en los contactos mercantiles de España con el Nuevo Mundo. Las excepciones se introdujeron en el siglo XVIII y consistieron en la concesión de ciertos monopolios a determinadas compañías privilegiadas, como Caracas, Barcelona y La Habana, y puertos como el de La Coruña. Al margen de ellas, todos los súbditos de la Corona, castellanos o no, debían realizar sus operaciones mercantiles y viajar a América a través de los puertos andaluces señalados anteriormente.

No obstante, fue necesario permitir el acceso extranjero a los espacios y mercados americanos, bajo una serie de garantías, debido a cuatro motivos principales. En primer lugar, por la cantidad y variedad de recursos humanos y materiales que los castellanos no podían cubrir por sí solos; en segundo lugar, por la necesidad del erario real; en tercer lugar, por la hispanización de algunos comerciantes de origen foráneo, y, por último, debido a los tratados y acuerdos que los Habsburgo y los Borbones subscribieron con los príncipes europeos a lo largo de la época moderna.

La participación extranjera en el comercio se hizo de manera legal, sirviéndose de licencias concedidas por el monarca y, sobre todo, de forma ilegal a través de españoles.
Con todo, a aquellos que desearan pasar a las Indias o comerciar con ellas, la ley les exigía un buen número de documentos burocráticos y una serie de requisitos, de los cuales, algunos se pasaban por alto desarrollándose actividades engañosas en la Administración. Se conoce que la Carrera de Indias fue un mundo fraudulento en el que estas actividades eran denunciadas únicamente por parte de quienes se sentían negativamente afectados en un momento.

Respecto a los requisitos, aunque fuesen extranjeros debían probar que no eran meros transeúntes demostrando su vecindad, teniendo que llevar resididos en el país no menos de diez años. Además, debían profesar la religión católica.

La presencia de colonias de foráneos fue una constante en los puertos mercantiles europeos durante el periodo moderno, incluso en aquellos con una balanza comercial más favorable. La diferencia con respecto al caso español se encuentra no en el número de extranjeros en relación con la población autóctona si no en el protagonismo de esos extranjeros en la economía hispana y en la Carrera de Indias. Es por ello y no por sentimientos xenófobos que hasta bien entrado el siglo XVIII la actitud de los arbitristas y observadores económicos fuese contraria a la presencia de extranjeros entre nosotros, de manera general. Rara vez se percibía con nitidez que esta presencia no era la causa de la debilidad española, sino el síntoma de sus deficiencias en el ámbito político y socio-económico.

Es importante atender a que este discurso se convierte en el “oficial” hasta los cambios que se producen en la segunda mitad del XVIII y principios del XIX, un discurso sin sentido ya que la presencia extranjera era completamente necesaria para el desarrollo económico de la monarquía hispánica: la metrópoli española no era capaz de cubrir por sí misma la demanda de los mercados americanos, sobre todo en lo referente a mercancías de alto valor de cambio (siendo fundamentales los textiles y sus afines), y también escaseaban los capitales necesarios para los créditos que exigía un comercio de riesgo, de forma que ambas situaciones únicamente fueron resueltas gracias a la presencia de extranjeros, sobre todo comerciantes y colaboradores, en la cabecera del monopolio y sus antepuertos.

En cuanto a la forma en la que se desarrolló el fenómeno que venimos explicando, el sistema monopolístico no permitía a los naturales el acceso directo a las Indias, como ya hemos comentado, sino que debían utilizar los puertos de Sevilla y Cádiz, a excepción de algunas compañías privilegiadas autorizadas a lo largo del XVIII. Por su parte, los extranjeros se encontraban con el mismo problema más el añadido de que no podían formar parte tampoco de la Carrera de Indias por ley, de manera que el recurso a los hispanos era prácticamente obligado.

Éstos no solo gozaban de autorización legal sino que, aprovechando su empleo en la Carrera, podían servir como prestanombres a los extranjeros en las diferentes actividades mercantiles. Sus servicios se podían obtener o por mediación del comerciante o compañía foráneos asentados -de forma estable o temporal- en la cabecera del monopolio o sus antepuertos; o por correspondencia directa con comerciantes y/o manufactureros residentes en el extranjero. Nunca recurriendo a los “metedores” para colocar mercancías de barco a barco, ya que esta opción era aún todavía más ilegal.

De esta manera, la colaboración entre españoles y extranjeros era prácticamente imprescindible desde las condiciones establecidas previamente por el sistema de monopolio. Por ello se mantuvo, con intensidad variable, a lo largo de toda la historia de la Carrera de Indias: los españoles podían obtener una participación en el negocio y beneficiarse de ella, cumpliendo con la misión que la Corona les había encargado, vendiendo sus propias mercancías o las de terceros, invirtiendo a riesgo sus propios caudales o los de otros. A su vez, los extranjeros obtenían un mercado para sacar sus manufacturas e inversiones, consiguiendo como compensación una parte de los metales preciosos americanos, indispensables en las transacciones comerciales y muy preciados en sus economías.

El problema para los españoles se agudizó con los denominados jenízaros, los hijos o nietos de extranjeros, que habían nacido en España y podían, por tanto, negociar con las Indias en igualdad de condiciones que los naturales en razón de la Real Cédula  de agosto de 1620 según la cual cualquiera hijo de Estrangero nacido en España, es verdaderamente originario y natural de ella. Eso sí, debían permanecer para siempre en el vassallage de V.M. separados de el de su Príncipe, del cuerpo de su Nación, y consulado, que residen en todos los puertos. Esta ley planteaba un serio problema de competitividad en el comercio en el sentido de la mediación: los comerciantes y casas de comercio extranjeras preferirían tratar con los jenízaros ya que éstos contaban con el crédito de la confianza, al compartir lazos no solo afectivos sino también materiales con los países de sus predecesores. 

Por los datos que se conocen, el problema de los jenízaros implicaba básicamente a Cádiz, ya que en torno al 61% de los que habían solicitado la habilitación para el comercio en la primera mitad del siglo XVIII habían nacido en la Bahía, en su mayoría en Cádiz.

La inserción en las redes y finanzas comerciales de los jenízaros y su buen conocimiento del medio, hacían de ellos unos grandes competidores para los castellanos que, en el momento en el que se vieran sin las trabas con las que se encontraron sus antepasados, también intentarían penetrar en la Carrera de Indias. 

BUSTOS RODRÍGUEZ, Manuel “Comerciantes españoles y extranjeros en la Carrera de Indias: la crisis del siglo XVIII y el papel de las instituciones”, en Burgueses o ciudadanos en la España moderna ARANDA PÉREZ, Francisco José (coord.), Colección Humanidades nº 75, Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca (2003)

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