Lo que inquietó a los europeos
cuando llegaron por primera vez a Extremo Oriente fue sobre todo las especias,
si bien pronto se dieron cuenta de las numerosas mercancías que les permitirían
obtener beneficios: el cobre japonés, el algodón indio, la seda persa y las
porcelanas y el té chinos, entre otras. Sin embargo, el principal problema para
Europa era que apenas tenía nada que ofrecer a Oriente que pudiesen desear allí.
La realidad entre los siglos XVI y XVIII era que Asia tenía tanto materias
primas como manufacturas que interesaban a Europa y, debido a la falta de
productos occidentales que exportar a Oriente y así compensar las
importaciones, gran parte de lo comprado era pagado con enormes cantidades de
materiales preciosos. De este modo, se puede afirmar que existía, con la
salvedad de un limitado comercio entre Extremo Oriente y la América española,
un comercio intercontinental consistente en una enorme corriente de plata desde
América a Europa y de éste a Asia y un vasto flujo de bienes en la dirección
opuesta, con productos asiáticos exportados a Europa y productos europeos a América.
Que no había equilibrio entre las importaciones y las exportaciones no escapaba
a los contemporáneos, contando el comerciante neerlandés Van Linschoten, que
los veleros que viajaban a Oriente “no llevan más que una carga ligera,
compuesta únicamente de algún barril de vino y de aceite y de pequeñas
cantidades de mercancías […] no transportaban nada más, porque lo que
principalmente se manda a las Indias son reales de a ocho” (Cipolla, 2010: p.
53).
China era un país asiático de gran
potencial en la Edad Moderna. A comienzos del siglo XV, con el imperio de los
Ming, ya tenía 100 millones de habitantes y una superioridad que se reflejaba en
grandes expediciones al Océano Índico y colonias comerciales en el sudeste
asiático, si bien su política marítima fue abandonada y China se limitó a la
consolidación de su dominio continental frente a la amenaza de los mongoles. En
la Edad Moderna, tras la recesión del siglo XVII, la economía china creció
durante las últimas décadas de siglo. De 1650 a 1800 la población pasó de una
cifra entre los 100 y 150 millones de habitantes a 300. En las zonas más
avanzadas, como el delta del Yangzi, existían altos niveles de productividad
agrícola, una elevada densidad manufacturera, eficientes mercados y un notable
comercio regional e interregional. Por otro lado, la expansión de los regadíos
y del arroz permitió elevar la productividad de la tierra, mantener densas
poblaciones y aumentar la especialización. (Comín, 2005: p. 124).
El comercio con Extremo Oriente
preocupaba a los europeos pero los intentos para mejorar la situación
fracasaron. La Compañía Inglesa de las Indias Orientales fue incapaz de entrar
en el comercio con Nankín y otras ciudades de China septentrional. La
posibilidad de exportar el arte occidental se derrumbó por su excesiva
religiosidad, nada interesante para los pueblos asiáticos, del mismo modo que
el esfuerzo de la Compañía Holandesa de las Indias por vender grabados. Peor
que la escasez de exportaciones a Oriente fue la competencia que supusieron
algunos productos importados de Asia con los europeos: tales son los casos de
las sedas y los calicós indios respecto de la industria textil inglesa y la
importación de seda y otros productos textiles de China a Francia. Ante la
urgencia que esto supuso para la producción nacional, las leyes prohibiendo
esas importaciones no tardaron en llegar.
Como se puede apreciar, la situación
imperante era la incapacidad de exportar productos a Asia así como de competir
con los productos análogos de fabricación oriental. El déficit comercial era
obvio, y un comerciante de Bristol llamado J. Cary lo expresaba así:
Considero que el comercio con las
Indias orientales, de tan poco provecho tal como se está llevando a cabo, nos
causa muchos prejuicios, porque provoca la exportación de metales preciosos,
vende pocos productos nuestros y, en cambio, comporta la importación de objetos
perfectamente fabricados que impiden que se consuma de los nuestros (Cipolla, 2010: p. 54-55).
Cipolla afirma que durante los
siglos XVI, XVII y XVIII “no hubo cambios tecnológicos de gran importancia, y,
aparte de unas pocas innovaciones limitadas, gran parte de la actividad
industrial continuó como había estado durante siglos” (Cipolla, 1979: p. 75).
La capacidad manufacturera aumentó y se amplió la variedad de productos pero
los progresos no eran suficientes como para competir contra países asiáticos
superiores técnicamente. Si retrocedemos en el tiempo, en Europa se descubrió
la pólvora con la combinación de carbón, salitre y azufre siglos más tarde que
en China. En la Edad Moderna se puede observar la preponderancia asiática en la
cerámica, pues mientras surgían avances en su fabricación en la zona
mediterránea, la porcelana china se adueñó del mercado y en el siglo XVII se
puso de moda la chinoiserie, siendo a
partir de entonces cuando se comenzaría a investigar tal artesanía y
fabricándose la primera porcelana europea a comienzos del siglo XVIII. Europa
estará, salvo en casos limitados, a la zaga respecto de Asia en cuanto a la
industria y las innovaciones en el sector, lo que puede chocar fácilmente con
la visión eurocéntrica que normalmente tenemos en el Viejo Continente.
CIPOLLA, C. M., Historia
económica de Europa. Siglos XVI y XVII, Barcelona, Ariel, 1979.
------, Las
máquinas del tiempo. Estudios sobre la génesis del capitalismo, Barcelona,
Crítica, 2010.
COMÍN, F., HERNÁNDEZ M., y LLOPIS, E., (eds.), Historia económica mundial. Siglos X-XX,
Barcelona, Crítica, 2005.
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