Retomando mi anterior entrada sobre
la innovación en la industria y el déficit de exportaciones de Europa a
Oriente, voy a exponer uno de los pocos casos en los que se produjo un
importante avance tecnológico y China mostró su interés en un producto manufacturado
europeo: el reloj.
La búsqueda de medir el tiempo tiene
una larga historia. Si nos remontamos a los últimos siglos de la Edad Media, en
el siglo XIII se inventaron los relojes
basados en la retención del eje y hasta el final del período se produjeron
relojes con variaciones respecto a su forma, diseño y complejidad, de tal modo
que algunos no sólo marcaban las horas sino también el paso de los meses y
estaciones y hasta los movimientos de planetas y estrellas. En el siglo XV se
introduciría el muelle como fuerza motriz, lo que fue un hecho fundamental para
el progreso en la invención y proliferación del reloj en tanto que permitió
pasar de grandes y muy costosos relojes, sólo disponibles en las ciudades más
prósperas, a la fabricación de relojes portátiles al alcance de los
particulares. A mediados del siglo XVII se introduciría el péndulo como
regulador del tiempo, lo que aumentó asombrosamente la precisión de los relojes
(Cipolla estima que se pasó de un error de unos 700 segundos por día a sólo 10 -véase
Cipolla, 2010: p. 37-) y, por su mayor efectividad, lo atractivo que resultaba
de cara al público.
Los grandes avances realizados en
siglo y medio en esta materia repercutirían en el volumen de producción y en
los encargados de fabricar los relojes: Ginebra producía unos cinco mil relojes
anuales, sin llegar a alcanzar la cifra de su rival en el sector, Londres. Por
otro lado, el proceso de fabricación pasó de ser tarea de un único artesano a
grupos de trabajadores especializados en una tarea específica, ya fuese la
fabricación de ruedas, la decoración de las cajas o el montaje, entre otras
labores. Su creciente demanda llevó a la aparición en el siglo XVII del
comerciante de relojería, cuyo trabajo consistía en hacer pedidos a los
artesanos relojeros y comercializar el producto una vez acabado.
Los relojes mecánicos europeos
rompieron con la superioridad asiática en muchas manufacturas. Sus análogos
chinos, en este caso, eran más rudimentarios: el padre Matteo Ricci cuenta que
los relojes chinos “hasta este momento han sido de agua y fuego […] hacen también
otros con ruedas movidas por arena” (Cipolla, 2010: p. 55). La nueva creación
europea fascinó en China y los jesuitas que pretendían introducirse allí lo
aprovecharon para ganar influencia regalando los relojes que sonaban cada hora,
las “campanas que suenan solas”, a figuras importantes de la burocracia. Su
generosidad fue efectiva e incluso les permitió visitar al emperador. El
interés por los relojes no mermó sino que se mantuvo durante la Edad Moderna
hasta el punto de instalar en el palacio imperial un taller para producir y
reparar relojes, reclutando los jesuitas relojeros para sus misiones en China.
En la primera mitad del siglo XVIII, el padre Valentín Chalier escribía que:
El palacio imperial está lleno a
rebosar de relojes de pared […] relojes de bolsillo, carillones, relojes de
repetición, órganos, esferas y relojes astronómicos de topo tipo y especie: hay
más de mil ejemplares de los mejores maestros de Londres y París, muchos de los
cuales he tenido en mis manos para reparar y repasar. (Cipolla, 2010: p. 59).
Los jesuitas no fueron los únicos
que los usaron para entrar el país oriental sino que los mercaderes usaron la
misma táctica tanto en China como en Japón a fin de conseguir licencias y
privilegios comerciales. Los relojes se volvieron un regalo de tal calibre para
la burocracia china, repleta de mandarines y eunucos fáciles de corromper, que resultó
casi obligatorio ofrecerlo como presente, muy posiblemente porque era un
producto de lujo que muy pocas personas podían adquirir comprándolo. El ya
citado padre Ricci relata en otro momento de su viaje el enorme enfado de un
juez porque unos misioneros no le regalaron un reloj. Hasta el siglo XVIII,
apenas fueron comercializados por ser frecuentemente regalados, creciendo su
exportación durante la centuria y vendiéndose a un precio similar al europeo,
dejando de este modo de ser un producto de lujo.
Antes de terminar la entrada, es
obligatorio mencionar la razón por la que a los chinos les gustaron tanto los
relojes, que se puede extraer de la afición del emperador por coleccionarlos en
grandes cantidades, lo que no tendría sentido si buscase su uso cotidiano. Más
allá de fascinarlos como mecanismo para conocer la hora del día o para sus
estudios del tiempo y la astronomía, los relojes fueron para ellos como
juguetes, del mismo modo que las lentes. La realidad es que en China no
existían las necesidades socioculturales por las cuales se habían inventado
estos objetos y les parecieron objetos raros y divertidos. Descubrimientos
destinados al riego o a la medición del terreno sí fueron asumidos por el país
asiático, pero el reloj no era útil para una población mayoritariamente
campesina que no medía el tiempo en minutos y horas. También está relacionado
con el predominio existente del arte y la filosofía respecto del resto de
ciencias, a las que se dedicaban aquellos incapaces de estudiar las primeras.
De este modo, los ingenios mecánicos les gustaron más debido a su rareza, tanto
los objetos mencionados como lo que en Europa eran juguetes, que los
instrumentos científicos u objetos de arte (que ya mencioné en la entrada
anterior que no fue posible su venta en China). En este sentido, Van Braam
relata un encuentro con un mandarín que le habla de un objeto europeo que había
adquirido:
Una botella ordinaria cuadrada, en
cuyo interior había un pequeño molino de madera, movido por una arena sutil
cayendo sobre las aspas de la rueda por una especie de embudo puesto en la
parte superior de la botella. Era uno de aquellos juguetes que en formas
distintas pueden encontrarse y adquirirse por poco precio en cualquier feria
europea. El mandarín me preguntó si conocía aquel mecanismo. Le dije que había
visto muchos y de apariencias externas todavía más bellas. Entonces me preguntó
por qué no habíamos traído con nosotros nada parecido. Por toda respuesta hice
la observación de que, puesto que en nuestro país esas cosas servían sólo para
divertir a los niños, no habíamos imaginado que pudieran procurar la más ligera
diversión o pudieran llamar la menor de las atenciones. Él nos aseguró que era
todo lo contrario, y habló como alguien que creía estar en posesión de una cosa
maravillosa. (Cipolla, 2010: pp.
62-63).
CIPOLLA, C. M., Historia
económica de Europa. Siglos XVI y XVII, Barcelona, Ariel, 1979.
------, Las
máquinas del tiempo. Estudios sobre la génesis del capitalismo, Barcelona,
Crítica, 2010.
Muy interesante Fernando. Este tema sería un ejemplo de cómo se puede hacer historia económica desde la historia cultural (o viceversa).
ResponderEliminarLas referencias bibliográficas están muy bien.