No es una sorpresa si decimos que el siglo XVII en términos
de conflictividad fue un siglo marcado por la guerra. Las dinámicas propias de
la construcción del Estado moderno y absolutista determinaron en gran medida el
desarrollo de las economías europeas, por lo que las arcas estatales estuvieron
siempre a disposición de las campañas bélicas que emprendían los soberanos. No
todo el gasto en materia militar se destinó a la guerra, ya que también hubo un
coste elevado en el perfeccionamiento de los ejércitos y todo lo que rodea las
maquinarias bélicas. No entraremos a valorar si aquellos gastos estaban
justificados o si toda la sangre derramada en nombre de la gloria del soberano
valía para algo. Son debates estériles, pues se alejan de comprender la guerra
como una respuesta a las lógicas políticas, sociales y económicas que se
estaban desarrollando en la Europa moderna. Raro era el Estado, absolutista o
parlamentario, que no hiciese de la guerra un recurso para lograr sus
propósitos, cualesquiera que fuesen. Lo que nos concierne es analizar e
interpretar el impacto de la guerra en la economía de Europa, tanto a nivel
macro como micro.
La guerra, especialmente la que asoló el continente entre
1618 y 1648, no afectó a todos los Estados por igual. Si bien, fue a todos
común la necesidad de poner en disposición de toda campaña bélica una gran
parte de los presupuestos estatales. En mayor o menor medida, cada Estado
beligerante se vio obligado a reajustar sus cuentas en función de las necesidades
de sostener, prolongar o claudicar la lucha. Esta economía de guerra fue
impuesta a los súbditos y sobre ellos recayeron las urgencias recaudatorias, no
sólo con la subida o creación de nuevos impuestos, sino también con la
reestructuración de las actividades económicas hacia la dirección necesaria[1]. La economía
de guerra trastocaba todo: suponía el cierre de mercados, la destrucción de
cosechas, el desvío de las redes comerciales, etc. Y es que además de equipar y
abastecer a los ejércitos que luchan en casa o en el extranjero, también se
destinaba una gran parte del dinero a actividades secundarias, pero no menos importantes.
El tejido de redes clientelares favorables a los intereses de un Estado
beligerante solía ser muy costoso. En estas redes podíamos ver desde grandes
financieros a diplomáticos, los cuales cumplían una función en la lucha que
muchas veces ha pasado desapercibida. Como hemos visto, la coyuntura de guerra
requería e imponía una lógica dirigista en las economías estatales[2].
La Rendición de Breda, 1634 (fuente: wikimedia.commons)
Entonces,
¿cuál era el precio de la guerra para los Estados? Decíamos que a todos los
beligerantes se les requería un esfuerzo mayor, pero no de igual manera. Esto
afectaba a muchos factores. El más evidente es el número de hombres. No es ético
medir el valor de la vida humana en fríos números, pero no deja de ser una
realidad que dependiendo de la cantidad de efectivos enviados a la guerra, el
impacto en la economía podía ser de mayor o menor repercusión. Los hombres que
no regresaban a casa o los que lo hacían en penosas condiciones dejaban de ser
el sustento de familias y, para el Estado, dejaban de ser activos de trabajo necesarios
en su economía. En la lógica mercantilista no sólo era importante la
acumulación de metales para medir la riqueza del Estado, también lo era el
número de súbditos o ciudadanos. Cuanto mayor fuese la riqueza en habitantes de
un país, mayor sería el poder económico y político del mismo[3]. A pesar
de ser una concepción simplista, no dejaba de ser cierta. La escasez de mano de
obra se traduciría en muchos casos en una menor productividad y en mayores
costes.
Cabe preguntarse entonces si los Estados estaban tan
dispuestos a arriesgar fuerza de trabajo en la guerra. Sabiendo que un mayor
número de efectivos a las órdenes de un soberano era símbolo de poder, diríamos
que sí. Además, Estados como Francia se empeñaron en abandonar la contratación
de mercenarios para construir un ejército permanente y profesionalizado, siguiendo
su estela el resto de países. Esto derivó en unos mayores costes para las arcas
estatales. En la mayoría de casos estos ejércitos no llegaban a suponer un 5%
del total de población masculina dentro de los territorios de cada soberano. Por
poner algunas cifras, el Ejército francés, en vísperas de la Paz de los
Pirineos (1659) contaba con unos 125 mil efectivos, que llegaron a más de 150
mil antes de las guerras de finales de siglo. La Monarquía Hispánica, por su
parte, tenía que hacer frente a mayores complicaciones por la dispersión de sus
ejércitos entre la Península, Flandes y Nápoles-Sicilia. Más de 70 mil
efectivos podían estar repartidos sólo fuera de la Península. Al estallar en
1640 las sublevaciones de Cataluña y Portugal se tuvieron que hacer levas de
urgencia para reunir más soldados[4].
Fuese para Francia, Inglaterra o la Monarquía Hispánica, el
mantener unos ejércitos cada vez más grandes supuso un enorme esfuerzo económico
y mayores dificultades para pagar y abastecer a las tropas. En las guerras de
mediados de siglo, desde un tercio al total de los presupuestos estatales estaban
destinados a cubrir el mantenimiento de los ejércitos combatientes[5]. Los
Estados tuvieron que recurrir a varias soluciones, a veces de forma
desesperada, para hace frente a estos costes. Fue normal la intermediación de
agentes financieros externos en el pago y abastecimiento de los contingentes.
Como decíamos, la guerra no sólo imponía el combate, sino también estrategias
de despacho. Este tejido de redes clientelares requería de los Estados un
esfuerzo mayor y, a veces, un ejercicio de cinismo. Irónicamente, la Monarquía
Hispánica tuvo que solicitar ayuda a agentes neerlandeses para realizar los
pagos de su ejército en Flandes, ya que Amberes se había visto financieramente
superada para llevar a cabo tal empresa[6]. Para el
resto de europeos, especialmente los Habsburgo austriacos, fue bastante común
el recurrir a los agentes judíos, que se enriquecieron durante la Guerra de los
Treinta Años, y por lo cual el pueblo les solía la culpa de las miserias impuestas
por la guerra[7].
También fue una salida común al problema de los pagos la
manipulación monetaria, que pasaba por la devaluación y la emisión masiva de
monedas de escaso valor real, esto es, con poco o ningún contenido de metales
preciosos, pero de alto valor nominal. Aparte, los soberanos también concibieron
otras prácticas para el pago como recurrir a subsidios de aliados o el saqueo
de los territorios conquistados. No obstante, estos recursos eran insuficientes
para hacer frente al total de gastos de guerra. Ante esta situación, lo que
hicieron los Estados fue recurrir a sus súbditos o ciudadanos[8].
La medida más común para aumentar los ingresos fue la subida o
la creación de nuevos impuestos. Los más recurridos, y también los más
impopulares, fueron los indirectos, en especial sobre los consumos. La sal fue
uno de los productos que se sometieron a estos gravámenes, lo que incidió en
una inflación de los precios, pero sirvió a Estados como Francia o la Monarquía
Hispánica para multiplicar sus ingresos. La gabela, el impuesto sobre la sal en
Francia, fue derogada durante la Revolución por ser símbolo de la tiranía y la
opresión del pueblo. Otros productos fueron el papel, el tabaco, el licor o la
harina, pero por su impopularidad estos impuestos no estaban en vigor durante
mucho tiempo. Respecto a los impuestos directos, como la taille francesa o los millones en Castilla, las subidas fueron más
progresivas. A pesar de que los estamentos privilegiados estaban en muchos
casos exentos de este tipo de imposiciones, la recaudación fue aumentando de
forma notable. Esto indica que la presión fiscal recayó muy fuerte sobre el
estado llano[9].
Al margen de las subidas de impuestos, que tampoco aportaban
cantidades suficientes para sostener la guerra, los Estados recurrieron a otras
prácticas. Las imperiosas razones de la guerra resultaban en un pensamiento a
corto plazo por parte de los dirigentes de los presupuestos estatales[10]. Esto
se traducía en una búsqueda de grandes cantidades de dinero inmediatas, las cuales
pasaban por la venalidad (venta de cargos públicos), la creación de rentas y el
arrendamiento del cobro de impuestos. El resultado a largo plazo era desastroso,
pues se aumentaba el montante destinado al pago de los funcionarios en los
recién creados cargos de la Administración, así como se dejaba de recaudar gran
cantidad de dinero. La situación empeoró según los Estados se vieron en una
posición de desventaja respecto a sus arrendatarios, que dificultaron las
negociaciones para que el Estado recuperase o reasignase las rentas. En muchos
casos estas rentas se gastaban de antemano, dejando en una delicada situación los
tesoros estatales[11].
Con el uso de estas y otras prácticas, véase los asientos en la Monarquía
Hispánica o los empréstitos de toda clase, el endeudamiento de los Estados fue
creciendo. Cada uno la colocó o la amortizó como pudo.
Hasta aquí lo que supuso la guerra a nivel estatal. Si
apuntamos a otros niveles el análisis se podría extender cientos de páginas.
Muchos fueron los perjudicados por la guerra, unos pocos los beneficiados. La configuración de la economía europea dependió sobremanera de
la deriva bélica durante estos tres siglos. ¿Y el precio? Incalculable.
[1] MORINEAU,
Michel. “Los nudos del conflicto de Europa” en Pierre Deyon y Jean Jaquart (dirs.)
Historia económica y social del mundo 2:
El crecimiento indeciso (1580-1730), Madrid, Ediciones Encuentro, pp. 181-182.
[2] Algunos historiadores
han propuesto que el mercantilismo fue consecuencia de la redirección económica
hacia la guerra, sin embargo yo no me suscribo a tales planteamientos. El
dirigismo era una herramienta no exclusiva de la política de guerra. En tal
caso sí se podría plantear como una consecuencia de la deriva absolutista de
los Estados durante la Edad Moderna, la cual venía de la mano de una política
agresiva. Son fenómenos que van de la mano y que no tienen por qué ser unos
causa de los otros.
[3] SCHULTZ,
Helga. Historia económica de Europa,
1500-1800. Artesanos mercaderes y banqueros. Madrid, Siglo XXI de España
Editores, 2001, p. 171.
[4]
Compendio de cifras sacado entre dos obras: MORINEAU, M. op. cit., pp. 182-183; y VRIES, Jan de. La economía de Europa en un periodo de crisis. 1600-1750. Madrid,
Ediciones Cátedra, 1979, pp. 206-207.
[5] MORINEAU, M. op. cit., p. 183.
[6] VRIES, J. op. cit., p. 207.
[7] SCHULTZ, H. op. cit., pp. 190-191.
[8]
Distinción necesaria en el caso de las Provincias Unidas o Inglaterra después de
la Gloriosa.
[9] MORINEAU, M. op. cit., p. 185-186.
[10] Ibíd., p. 186.
[11] Ibíd., p. 186-187.
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