Con el avance de la tecnología y
las nuevas técnicas para navegar los mares los europeos pudieron realizar
expediciones cada vez más preparadas y fiables a lugares muy lejanos, como
China o Japón.
Así pues, los europeos comenzaron
a llevar a cabo viajes a China con fines comerciales desde finales de la
Dinastía Ming (1368-1644), atracando en los puertos del sur del país y
estableciendo diferentes centros desde los que realizar las operaciones.
Cabe destacar que durante el
siglo XVIII se fue produciendo un cambio en la balanza entre Europa y China con
respecto a la calidad de vida material y los inventos, pues hasta el 1700 era
China la que se situaba a la cabeza respecto a estos dos aspectos, una tendencia
que, sin embargo, se invirtió.
China, además, era completamente
autárquica por lo que muchas veces a los europeos les era muy difícil encontrar
productos que los chinos pudieran querer a cambio de los suyos. De hecho este
fue el motivo de la Guerra del Opio de 1840-1842, pues los británicos querían
seguir vendiendo opio (Reino Unido producía mucho opio en la India) al pueblo
chino a pesar del gran daño que estaba produciendo a la sociedad china en su
conjunto, pues encontraron en este producto una oportunidad para poner la
balanza de pagos a su favor.
Durante el siglo XVI los
españoles y portugueses fueron los europeos que más comerciaron con China, en
el siglo XVII los Holandeses y durante el siglo XVIII los ingleses. En el
transcurso del siglo XVIII el comercio entre ingleses y chinos se llevó a cabo
a través de monopolios concedidos por el gobierno, así pues tenemos que la
Compañía Británica de las Indias Orientales y el Cohong (gremio mercantil
oficial de Cantón) fueron los actores principales en dicho comercio.
Los productos más codiciados por
los británicos fueron la seda, la porcelana y, desde hacía poco tiempo, el té.
Las importaciones de té crecieron mucho durante el siglo XVIII, así pues
tenemos que de las 180 toneladas importadas en 1720, se pasó a las 10.500 en el
1800. El comercio con el té fue muy importante para el Estado británico ya que
una gran parte de los impuestos que recaudaba provenían del impuesto que
gravaba la importación del té.
Como he indicado antes, los
británicos tenían pocos productos que resultasen atractivos para los chinos,
por lo que muchas veces tuvieron que exportar metales preciosos y armas. Sin
embargo tenían otros métodos para compensar la balanza comercial, como el de
dirigirse directamente a la fuente de donde procedía el producto. Esto fue un
cambio muy importante en la política comercial británica pues si bien al
principio el comercio lo hacían básicamente con intermediarios, ahora podían
acceder directamente al lugar de donde procedían los productos, lo que les
permitió tener una tasa de beneficio mayor. El siguiente paso en este proceso
fue la búsqueda del control directo de la producción, lo que lograron mediante
dos vías: con estrategias diplomáticas y militares, o con el control directo de
los productores.
Además de esto los británicos, y
europeos en general, aprendieron también a obtener beneficio comerciando entre
los mercados asiáticos, por lo que su situación fue siendo cada vez más
favorable.
Debido a los buenos resultados
que estaban experimentando, los comerciantes británicos quisieron establecer en
China un mercado permanente para dar salida a sus productos, conseguir té a
mejor precio comprándolo más cerca de donde se producía (en las llanuras del
río Yangtsé) y hacer que China se relacionase con otros países a través de
embajadores y tratados comerciales (como hacía Europa entre sí).
Sin embargo el emperador chino no
vio ningún tipo de beneficio para ellos en todo este conjunto de actividades y
le escribió una carta al rey de Inglaterra en la que decía “poseemos de todo.
[…] No concedo ningún valor a los objetos extraños o ingeniosos, y de nada me
sirven las manufacturas de su país.”
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BUCKLEY EBREY, P. (2009): Historia de China, editorial La Esfera de los Libros, España.
·
FLORISTÁN, A. (2012): Historia Moderna Universal, editorial Ariel, Barcelona.
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