miércoles, 14 de enero de 2015

El precio de la guerra

No es una sorpresa si decimos que el siglo XVII en términos de conflictividad fue un siglo marcado por la guerra. Las dinámicas propias de la construcción del Estado moderno y absolutista determinaron en gran medida el desarrollo de las economías europeas, por lo que las arcas estatales estuvieron siempre a disposición de las campañas bélicas que emprendían los soberanos. No todo el gasto en materia militar se destinó a la guerra, ya que también hubo un coste elevado en el perfeccionamiento de los ejércitos y todo lo que rodea las maquinarias bélicas. No entraremos a valorar si aquellos gastos estaban justificados o si toda la sangre derramada en nombre de la gloria del soberano valía para algo. Son debates estériles, pues se alejan de comprender la guerra como una respuesta a las lógicas políticas, sociales y económicas que se estaban desarrollando en la Europa moderna. Raro era el Estado, absolutista o parlamentario, que no hiciese de la guerra un recurso para lograr sus propósitos, cualesquiera que fuesen. Lo que nos concierne es analizar e interpretar el impacto de la guerra en la economía de Europa, tanto a nivel macro como micro.

La guerra, especialmente la que asoló el continente entre 1618 y 1648, no afectó a todos los Estados por igual. Si bien, fue a todos común la necesidad de poner en disposición de toda campaña bélica una gran parte de los presupuestos estatales. En mayor o menor medida, cada Estado beligerante se vio obligado a reajustar sus cuentas en función de las necesidades de sostener, prolongar o claudicar la lucha. Esta economía de guerra fue impuesta a los súbditos y sobre ellos recayeron las urgencias recaudatorias, no sólo con la subida o creación de nuevos impuestos, sino también con la reestructuración de las actividades económicas hacia la dirección necesaria[1]. La economía de guerra trastocaba todo: suponía el cierre de mercados, la destrucción de cosechas, el desvío de las redes comerciales, etc. Y es que además de equipar y abastecer a los ejércitos que luchan en casa o en el extranjero, también se destinaba una gran parte del dinero a actividades secundarias, pero no menos importantes. El tejido de redes clientelares favorables a los intereses de un Estado beligerante solía ser muy costoso. En estas redes podíamos ver desde grandes financieros a diplomáticos, los cuales cumplían una función en la lucha que muchas veces ha pasado desapercibida. Como hemos visto, la coyuntura de guerra requería e imponía una lógica dirigista en las economías estatales[2].


La Rendición de Breda, 1634 (fuente: wikimedia.commons)

Entonces, ¿cuál era el precio de la guerra para los Estados? Decíamos que a todos los beligerantes se les requería un esfuerzo mayor, pero no de igual manera. Esto afectaba a muchos factores. El más evidente es el número de hombres. No es ético medir el valor de la vida humana en fríos números, pero no deja de ser una realidad que dependiendo de la cantidad de efectivos enviados a la guerra, el impacto en la economía podía ser de mayor o menor repercusión. Los hombres que no regresaban a casa o los que lo hacían en penosas condiciones dejaban de ser el sustento de familias y, para el Estado, dejaban de ser activos de trabajo necesarios en su economía. En la lógica mercantilista no sólo era importante la acumulación de metales para medir la riqueza del Estado, también lo era el número de súbditos o ciudadanos. Cuanto mayor fuese la riqueza en habitantes de un país, mayor sería el poder económico y político del mismo[3]. A pesar de ser una concepción simplista, no dejaba de ser cierta. La escasez de mano de obra se traduciría en muchos casos en una menor productividad y en mayores costes.

Cabe preguntarse entonces si los Estados estaban tan dispuestos a arriesgar fuerza de trabajo en la guerra. Sabiendo que un mayor número de efectivos a las órdenes de un soberano era símbolo de poder, diríamos que sí. Además, Estados como Francia se empeñaron en abandonar la contratación de mercenarios para construir un ejército permanente y profesionalizado, siguiendo su estela el resto de países. Esto derivó en unos mayores costes para las arcas estatales. En la mayoría de casos estos ejércitos no llegaban a suponer un 5% del total de población masculina dentro de los territorios de cada soberano. Por poner algunas cifras, el Ejército francés, en vísperas de la Paz de los Pirineos (1659) contaba con unos 125 mil efectivos, que llegaron a más de 150 mil antes de las guerras de finales de siglo. La Monarquía Hispánica, por su parte, tenía que hacer frente a mayores complicaciones por la dispersión de sus ejércitos entre la Península, Flandes y Nápoles-Sicilia. Más de 70 mil efectivos podían estar repartidos sólo fuera de la Península. Al estallar en 1640 las sublevaciones de Cataluña y Portugal se tuvieron que hacer levas de urgencia para reunir más soldados[4].

Fuese para Francia, Inglaterra o la Monarquía Hispánica, el mantener unos ejércitos cada vez más grandes supuso un enorme esfuerzo económico y mayores dificultades para pagar y abastecer a las tropas. En las guerras de mediados de siglo, desde un tercio al total de los presupuestos estatales estaban destinados a cubrir el mantenimiento de los ejércitos combatientes[5]. Los Estados tuvieron que recurrir a varias soluciones, a veces de forma desesperada, para hace frente a estos costes. Fue normal la intermediación de agentes financieros externos en el pago y abastecimiento de los contingentes. Como decíamos, la guerra no sólo imponía el combate, sino también estrategias de despacho. Este tejido de redes clientelares requería de los Estados un esfuerzo mayor y, a veces, un ejercicio de cinismo. Irónicamente, la Monarquía Hispánica tuvo que solicitar ayuda a agentes neerlandeses para realizar los pagos de su ejército en Flandes, ya que Amberes se había visto financieramente superada para llevar a cabo tal empresa[6]. Para el resto de europeos, especialmente los Habsburgo austriacos, fue bastante común el recurrir a los agentes judíos, que se enriquecieron durante la Guerra de los Treinta Años, y por lo cual el pueblo les solía la culpa de las miserias impuestas por la guerra[7].

También fue una salida común al problema de los pagos la manipulación monetaria, que pasaba por la devaluación y la emisión masiva de monedas de escaso valor real, esto es, con poco o ningún contenido de metales preciosos, pero de alto valor nominal. Aparte, los soberanos también concibieron otras prácticas para el pago como recurrir a subsidios de aliados o el saqueo de los territorios conquistados. No obstante, estos recursos eran insuficientes para hacer frente al total de gastos de guerra. Ante esta situación, lo que hicieron los Estados fue recurrir a sus súbditos o ciudadanos[8].

La medida más común para aumentar los ingresos fue la subida o la creación de nuevos impuestos. Los más recurridos, y también los más impopulares, fueron los indirectos, en especial sobre los consumos. La sal fue uno de los productos que se sometieron a estos gravámenes, lo que incidió en una inflación de los precios, pero sirvió a Estados como Francia o la Monarquía Hispánica para multiplicar sus ingresos. La gabela, el impuesto sobre la sal en Francia, fue derogada durante la Revolución por ser símbolo de la tiranía y la opresión del pueblo. Otros productos fueron el papel, el tabaco, el licor o la harina, pero por su impopularidad estos impuestos no estaban en vigor durante mucho tiempo. Respecto a los impuestos directos, como la taille francesa o los millones en Castilla, las subidas fueron más progresivas. A pesar de que los estamentos privilegiados estaban en muchos casos exentos de este tipo de imposiciones, la recaudación fue aumentando de forma notable. Esto indica que la presión fiscal recayó muy fuerte sobre el estado llano[9].

Al margen de las subidas de impuestos, que tampoco aportaban cantidades suficientes para sostener la guerra, los Estados recurrieron a otras prácticas. Las imperiosas razones de la guerra resultaban en un pensamiento a corto plazo por parte de los dirigentes de los presupuestos estatales[10]. Esto se traducía en una búsqueda de grandes cantidades de dinero inmediatas, las cuales pasaban por la venalidad (venta de cargos públicos), la creación de rentas y el arrendamiento del cobro de impuestos. El resultado a largo plazo era desastroso, pues se aumentaba el montante destinado al pago de los funcionarios en los recién creados cargos de la Administración, así como se dejaba de recaudar gran cantidad de dinero. La situación empeoró según los Estados se vieron en una posición de desventaja respecto a sus arrendatarios, que dificultaron las negociaciones para que el Estado recuperase o reasignase las rentas. En muchos casos estas rentas se gastaban de antemano, dejando en una delicada situación los tesoros estatales[11]. Con el uso de estas y otras prácticas, véase los asientos en la Monarquía Hispánica o los empréstitos de toda clase, el endeudamiento de los Estados fue creciendo. Cada uno la colocó o la amortizó como pudo.

Hasta aquí lo que supuso la guerra a nivel estatal. Si apuntamos a otros niveles el análisis se podría extender cientos de páginas. Muchos fueron los perjudicados por la guerra, unos pocos los beneficiados. La configuración de la economía europea dependió sobremanera de la deriva bélica durante estos tres siglos. ¿Y el precio? Incalculable.





[1] MORINEAU, Michel. “Los nudos del conflicto de Europa” en Pierre Deyon y Jean Jaquart (dirs.) Historia económica y social del mundo 2: El crecimiento indeciso (1580-1730), Madrid, Ediciones Encuentro, pp. 181-182.
[2] Algunos historiadores han propuesto que el mercantilismo fue consecuencia de la redirección económica hacia la guerra, sin embargo yo no me suscribo a tales planteamientos. El dirigismo era una herramienta no exclusiva de la política de guerra. En tal caso sí se podría plantear como una consecuencia de la deriva absolutista de los Estados durante la Edad Moderna, la cual venía de la mano de una política agresiva. Son fenómenos que van de la mano y que no tienen por qué ser unos causa de los otros.
[3] SCHULTZ, Helga. Historia económica de Europa, 1500-1800. Artesanos mercaderes y banqueros. Madrid, Siglo XXI de España Editores, 2001, p. 171.
[4] Compendio de cifras sacado entre dos obras: MORINEAU, M. op. cit., pp. 182-183; y VRIES, Jan de. La economía de Europa en un periodo de crisis. 1600-1750. Madrid, Ediciones Cátedra, 1979, pp. 206-207.
[5] MORINEAU, M. op. cit., p. 183.
[6] VRIES, J. op. cit., p. 207.
[7] SCHULTZ, H. op. cit., pp. 190-191.
[8] Distinción necesaria en el caso de las Provincias Unidas o Inglaterra después de la Gloriosa.
[9] MORINEAU, M. op. cit., p. 185-186.
[10] Ibíd., p. 186.
[11] Ibíd., p. 186-187.

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